El análisis diagnóstico del cuadro ha revelado que bajo el rostro de la Virgen María se esconde un esmerado diseño, con huellas de una búsqueda paciente de la belleza ideal; algunos especulan que el modelo femenino de ese rostro pudo ser el de Jerónima de las Cuevas, el único amor a quien El Greco unió su corazón. En todo caso, la búsqueda de la armonía perfecta de El Greco es evidente en ese rostro, que pretendía hacer visible cómo la persona de María de Nazaret es el efecto de la obra de la salvación cumplida por Dios, el primer milagro de Cristo, ejemplo concreto de cómo el ser humano se convierte en una obra maestra de profunda belleza espiritual si une plenamente su vida a la del Hijo de Dios encarnado.
La figura masculina junto a María es San José, correctamente representado sin huellas de una excesiva vejez – como sin embargo solía suceder en el arte cristiano por influjo de la literatura apócrifa -. José acaricia el pequeño pie del Niño Jesús, en un gesto que expresa ternura pero que también subraya la experiencia de la Encarnación: el hijo generado por su esposa virgen, a quien él sabía que no había ayudado a engendrar, no es la aparición insustancial de un ser celestial, sino un verdadero ser humano, dotado de una carne sensible como la nuestra, formado misteriosamente en el vientre de esa mujer por la intervención milagrosa del Espíritu Santo. José parece mirar a su esposa con suave admiración, como un buen esposo enamorado que aprecia a su mujer y como un hombre de profunda fe que alaba a Dios en su corazón por el estupendo prodigio que ha cumplido en su matrimonio y en sus personas.
Junto a María aparece, además, una figura femenina, que se identifica con Santa Ana, la madre de la Virgen María, abuela de Jesús. Esta acaricia la cabeza de Cristo, con la misma mezcla de afecto y constatación maravillada; la mirada de Ana muestra también asombro por todo lo que ella ve que Dios ha hecho, casi un sentimiento de privilegio al pensar en lo que ha sucedida en su familia. Junto a Ana no aparece su esposo, Joaquín, padre de María: la iconografía cristiana suele presentar solamente a Ana junto a la Sagrada Familia del Niño Jesús, como guardando el recuerdo de que el nacimiento del Salvador había alegrado la viudez de su abuela. Otro protagonista del cuadro es el cielo: el fondo de la obra está desprovisto de cualquier referencia ambiental, paisajística o urbana, apareciendo casi como un comentario teatral y escenográfico de las figuras, a las que acompañan unas nubes de perfil irreal, casi sugiriendo un escenario interior, simbólico. En el centro de la atención El Greco pone un acto rico en significado: la lactancia de Jesús al seno de María.
Este gesto puede contener, ciertamente, un recordatorio educativo de la importancia de amamantar directamente los propios hijos, evitando la práctica de recurrir a leche distinta de la materna o al seno de otras nodrizas. Sin embargo, el mensaje principal del seno ofrecido a Cristo es teológico. La representación de la Virgen que amamanta a Cristo recién nacido es particularmente afectuosa, pero subraya dos hechos importantes para la fe. En primer lugar, destaca el modo desconcertante y conmovedor en el que el Salvador del mundo ha venido a nuestro encuentro: el autor de la vida, igual al Padre en naturaleza, majestad y omnipotencia divina, se despoja de toda grandeza y se hace pequeño e incluso necesitado de recibir, de ser amado, de ser querido y acogido. La salvación con la que el Hijo de Dios levanta al hombre de sus miserias y devuelve la esperanza a nuestra existencia no es un acto de imperio o una reparación mágica de nuestras personas, sino la introducción en un amor inmenso que se nos da pidiéndonos la respuesta de nuestro amor. Así, el hombre redescubre que Dios es su alegría, pero también se sorprende al descubrir que Dios es tan bueno que nos considera su alegría y tiene en gran consideración lo poco que sabemos darle.
Por otra parte, la figura del Niño está parcialmente cubierta por el paño amarillo con el que María lo envuelve, pero los órganos genitales del pequeño niño permanecen descubiertos y a la vista, como una afirmación más de la concreción humana que Él ha venido a compartir con nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado. Precisamente porque esa humanidad es como la nuestra, es vulnerable y está destinada a experimentar la prueba definitiva de nuestra existencia, la muerte. Las caricias de José al pie de Jesús y las de Ana a la cabeza de Cristo casi parecen anticipar los gestos similares que el arte cristiano representa en la escena del Descendimiento de Cristo de la Cruz, cuando otro José, el de Arimatea, y otras mujeres, compañeras de fe de María, llorarán y acariciarán los miembros torturados y sin vida del Hijo de Dios muerto en la cruz, atravesado por los clavos y la corona de espinas. Al mismo tiempo, se destaca a María como la que ha transmitido la vida humana al Hijo de Dios. Como la fe de la Iglesia clarificó en el Concilio de Éfeso del año 431, es correcto invocar a María como la Madre de Dios, y no solamente como la madre de Jesús, porque una madre no es la creadora de la persona de sus hijos, sino la mujer que los recibe como don de Dios y que les transmite el don de la vida humana. Ya que Jesús es uno de los miembros de la Trinidad, es decir, la Persona divina del Hijo, que se encarna a través de María, ella es ciertamente la Madre de Dios, por haber engendrado en su cuerpo a Cristo, que es verdadero hombre y verdadero Dios al mismo tiempo.
En este mismo sentido se deben interpretar teológicamente las vestiduras de María, que según la lógica “griega” del pintor, experto en iconos bizantinos, se caracterizan por los colores clásicos, rojo y azul con un velo blanco. El rojo, en un tono sombrío, es típico de las vestiduras imperiales del Emperador romano y bizantino; por tanto, es un signo de la altísima dignidad con la que fue revestida la humilde doncella de Nazaret. El azul es el mismo color que el manto que cubre a Cristo en los iconos orientales, por lo que significa la semejanza con Cristo que en María se ha realizado perfectamente. El velo blanco, además de ser un signo de pureza sin mancha de pecado, es también un recuerdo físico de la reliquia del velo de la Virgen María, que llegó a Oriente en manos de Carlomagno y se conserva en la espléndida catedral francesa de Chartres.