El Bautismo

(Toledo, Hospital de Tavera, 1597/1600)

La obra sigue algunos elementos tomados de las páginas del evangelio y otros que provienen de la tradición iconográfica de Oriente y Occidente, y está atravesada verticalmente por la revelación de Dios, la Santísima Trinidad, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que tuvo lugar en el momento del Bautismo de Jesús en el río Jordán a manos de Juan. En la parte superior, la hendidura del cielo permite contemplar la figura del Padre, revestido de blanco y de eterno esplendor, con la mano sosteniendo el globo del cosmos, rodeado de ángeles con los brazos cruzados sobre el corazón en estado de adoración y ardientemente amado por querubines en forma de ángeles niños. Descendiendo, el Espíritu Santo se manifiesta en forma de paloma abriendo el cielo como una cortina. Justo debajo, Jesús, el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, se inclina para recibir el signo de la aspersión con el agua del río, a manos de Juan que muestra en su cuerpo demacrado los signos de su vida ascética en el desierto de Judea. La colocación de Juan en la sombra corresponde también a su colocación en segundo plano respecto al Redentor, en plena luz: como recuerda el prólogo del cuarto evangelio, Juan señaló a Cristo presente en el mundo, pero Juan no era la luz del mundo, sino su testigo. Las vestiduras de Cristo yacen entre las manos de unos ángeles que se han apresurado a asistirle: la túnica está tejida con hilos de color rojo carmesí, el color de la túnica principal del emperador romano y bizantino; el manto azul cubre la propia túnica de un modo que reverbera simbólicamente la majestuosa naturaleza divina de Jesús, que es un miembro de la Trinidad, revestido de la naturaleza humana que él ha asumido por amor nuestro. La entrega de las vestiduras, físicamente necesaria para la inmersión bautismal en las aguas del río, tiene además dos significados simbólicos. En primer lugar, expresa el humilde despojamiento de Cristo, que renunció a todo esplendor para salir a nuestro encuentro como amigo y descender a nuestra debilidad y a nuestra muerte de las que podemos resucitar. La entrega de las vestiduras anticipa, pues, el despojamiento final de Jesús sobre el madero de la cruz, cuando su túnica, fina y sin costuras, será arrojada a los soldados que vigilan la ejecución del condenado, mientras el manto y las sandalias se las reparten entre ellos. La inmersión en las aguas donde los pecadores buscaban la pureza que brota de la intervención misericordiosa de Dios encuentra su plenitud en la inmersión de Cristo en su pasión y muerte, obra suprema de la misericordia divina que ofrece a todos la posibilidad de una verdadera purificación.

 

No se nos debe escapar, además, que el Padre, de perfil en lo alto, muestra solo un lado del rostro, mientras que el Hijo, en escorzo abajo, muestra solo el otro, como para significar que una mirada conjunta puede captar la plena revelación del misterio de la vida de Dios.

El entorno, el cielo, las nubes, así como la tierra, las rocas, el río, parecen sentir los efectos de esa revelación, con líneas de fuerza que el pintor destaca como si todo el cosmos fuese sacudido por la irrupción de la Trinidad en el mundo creado. Los ángeles presentes, en fin, dan testimonio de la realidad invisible que Dios creó junto con la visible, destinando a su Hijo encarnado a ser la salvación y la eterna alegría de ambas partes del mundo. Que los ángeles pasen casualmente del cielo a la tierra es una de las enseñanzas más recurrentes del Barroco, una respuesta a la visión luterana y de otros reformadores que habían propuesto, por así decirlo, un vaciamiento del cielo cristiano y el eclipse del culto a los santos y a los ángeles, en realidad nuestros importantes intercesores y amigos espirituales, escondidos pero cercanos.

La célebre manifestación del Espíritu Santo en forma de paloma remite, probablemente, al libro del Génesis, cuando las aguas del diluvio destruyeron el espantoso mundo que, después del desacuerdo original entre el hombre y Dios, se había desfigurado progresivamente con la pérdida de la armonía y la propagación de la degradación y la violencia. Noé y su familia, junto con las criaturas salvadas en el arca, sobrevivieron a aquel cataclismo de proporciones universales, esperando que las aguas se retiraran lentamente para poder salir del arca y reconstruir el mundo y la vida. Cuando aparecieron las cimas de los montes, para saber si había una franja de tierra emergiendo en algún lugar, según la Biblia Noé envió primero un cuervo, que volvió al arca porque evidentemente no había encontrado dónde posarse, y más tarde una paloma, que regresó la primera vez porque tampoco había encontrado nada más que agua; algunos días después regresó al anochecer con un ramo de olivo en el pico y la tercera vez no volvió en absoluto, señal de que evidentemente había encontrado por fin el modo de posarse sobre la tierra firme emergida de las aguas. Cuando el Espíritu Santo sale del seno de la Trinidad y se posa sobre Jesús en el momento en el que él emerge de las aguas del río, la señal de la paloma parece declarar que Él es la nueva tierra a partir de la cual se puede comenzar a reconstruir el mundo y la vida, dejando finalmente atrás la historia degradada por el pecado, la existencia deformada de la criatura que pretendía vivir y ser feliz sin el Creador.